-Qué quieres.
-¡Hola, mamá!
Qué alegría oírte.
-Qué quieres.
Manuela sabía que su madre no le perdonaría nunca. Ella tampoco.
Dejarse pegar así, dejar que pegaran a sus hijas, a ella, palizas. Eso no se
perdona. Cobarde, ignorante y mezquina. Mula de carga, carne de fosa común, de
juzgado de género, de velorio desierto.
-¿Se puede saber qué quieres, niña?
-Necesito una mano.
-Cómo sabía que esto iba a pasar.
-Mamá, por favor, no te llamaría si...
-Eso ya lo sé. Tú eres muy digna. Tú no te arrastras por cualquier
cosa.
-No me estoy
arrastrando. Le estoy pidiendo ayuda a mi madre.
-Claro, la
marquesa no se arrastra.
Su cerebro envió órdenes a todos los músculos implicados
para colgar el teléfono, pero Álvaro le tiró del pantalón, y en su sistema
nervioso se libró una batalla tan feroz como fugaz. Venció el miedo a ver
sufrir a su hijo.
-Mamá, estoy en la calle.
-¿Y qué? ¿Te da bochorno discutir delante de la gente? Pues súbete a
casa.
-No tengo casa. Nos han desahuciado.
Álvaro volvió a tirar del pantalón y Manuela dio una patada al aire
para zafarse de él. Álvaro cayó al suelo de culo y empezó a llorar.
-¡Qué le pasa al niño!
Los ojos de Manuela se inundaron, y principió un llanto entrecortado,
antesala de un mar de lágrimas. Tenía un segundo para levantar una presa y lo
hizo. La construyó con ira, la mejor amalgama para sellar las fugas de llanto.
-Que no quiere vivir en la calle.
-¿En la calle, Manuela? ¿Pero qué ha pasado?
-¿Es que no ves la tele?
-¿Pero has tenido que llegar a este punto...?
-¿Para qué? ¿Para arrastrarme?
-El mismo orgullo que tu padre.
-Tú tampoco nos enseñaste a pedir ayuda.
-¿Y qué quieres?
-Simplemente, que mi hijo no duerma en la calle.