Se detuvo en el pasillo desierto, intentando contemplar con lucidez las paredes manchadas de desidia, las puertas engalanadas con el misterio de lo prohibido; el suelo, arrastrando el desgaste de los tacones rotos; las lámparas, amarillas, apagadas por dentro, dormidas en sus telas de araña tejidas en metacrilato. Se tambaleó, borracho de lujuria, aplastado por una inocencia endémica en su familia, inherente a su educación. Quiso llorar pero sonrió. Se giró sobre sus talones y golpeó con los nudillos la hoja inerme de la puerta que acababa de cerrase tras sus pasos.
Abrió ella sin saber qué preguntar, qué preguntarse. Él se acercó, la atrajo hacia sí y la besó en los labios. Después se alejó triunfal. En la habitación de paredes ocres, de cortinas ocres, de colchas ocres, de sueños y amores mediocres, la puta se sintió princesa. Plantada a medio vestir en la entrada de su mazmorra, quiso sonreír pero lloró.
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