Por suerte para mí, aún quedan estancias lo suficientemente oscuras y frías, recorridas por el simpático viento de la noche e inundadas por la amable lluvia de la mañana. Divertida, sí, la tormenta que me enferma, la nieve que congela y amorata mis pies, mi amiga. A ellos no les gusta. Son hombres guapos. No les gusta. Cuando llegaron había más agujeros en las paredes, más techos arrancados por las garras del dragón de la noche. Tendido sobre mis queridas piedras, mordisqueado por las fabulosas ratas, veía las estrellas en paz y en silencio.
Por suerte, como digo, aún hay sitios donde me siento seguro, donde ellos no cuelgan sus telas pintadas con cruces torcidas, con soles de rayos quebrados. Hablan raro. A pesar de todo, les entiendo. Cuando les espío por los largos pasillos que tan bien me conozco, que podría recorrer con los ojos cerrados, o con el ojo cerrado, más bien, desde que aquella viga cariñosa se me echara encima mientras dormía, les escucho hablar de este castillo como el Centro del Nuevo Mundo. Al principio pensé que jugaban, no sé a qué; que hacían teatro tal vez, a pesar de que nunca fui a uno, a pesar de que nunca vi a Madre actuar. Después llegaron los hombres feos, y los niños y las mujeres feas, y los instalaron en la explanada frente al castillo. Ya está aquí el público, me dije. Pero en lugar de mirar trabajaron, trabajaron hasta morir de hambre y de frío. Me dieron pena, sobre todo los niños feos. Yo también fui uno; cuando llegué aquí, ya casi no me acuerdo. Huíamos, no sé de quién. Madre nunca hablaba de ello. El padre von Kluge nos ayudó mucho. Sobre todo a Madre. La dejaba dormir en su cuarto algunas noches, porque Madre nunca soportó bien el frío. Yo aún no alcanzaba a mirar a través de la cerradura y ya pasaba las noches enteras correteando por la torre norte, mi preferida, partida por un rayo mucho antes de que llegáramos, renegrida. Sus piedras chillaban y se retorcían. Por el día leía escondido en una mazmorra, encerrado con tres vueltas de llave para estar bien protegido. Después murió Madre y el padre von Kluge se olvidó de abrir mi estudio. Fue entonces cuando conocí a Anne. Ella era otra niña fea a la que no había visto antes. Ella me enseñó lo divertido del dolor, la magia de las astillas, del fuego, de la fiebre, los colores de la piel molida. Llevaba el collar de Madre. El padre von Kluge se lo había regalado para que se portara bien. Nunca hablamos de ello pero los dos sabíamos que el espíritu de Madre seguía en ese collar y que por eso Anne se dedicó en cuerpo y alma a cuidar de mí. Una tarde que vino a compartir conmigo las sobras de la comida del padre von Kluge me preguntó por qué seguía viviendo en la celda, y yo no supe qué contestarle. Aquella noche regresé a mi querida torre norte. Poco después el padre von Kluge abandonó el Wewelsburg, y el ala sur del castillo se convirtió en un museo y en el jardín se hacían banquetes. Fue nuestra primavera. Anne y yo seguíamos viviendo del aire y de lo que robábamos en las inmensas cocinas. Pero también, con los años, aquellos hombres dejaron Wewelsburg y mientras empaquetaban todas sus cosas encontraron a Anne y se la llevaron. Fue mala suerte que se quedara dormida en la nieve. Muchas noches nos tumbábamos sobre ella, pero aquélla, al despertarla, con su mano suave y pequeña me dijo que me marchara.
Durante años todo Wewelsburg fue mío. El ala sur se derrumbaba y yo esperaba tendido, bajo la bóveda del inmenso salón, a que un pedazo de mi morada me hiciera la caricia última. No había tempestad que no me atravesara ni rincón oscuro donde no me enroscara, a pasar las fiebres pensando en Madre y en Anne.
Entonces llegaron los hombres guapos, todos iguales, como los soldados de plomo que dejé en el estante de mi habitación, en la casa donde nací y crecí, durante un tiempo, como un niño guapo. Venían a convertir Wewelsburg en algo que ya era: el Centro del Nuevo Mundo. No sabían, por más libros con que llenaban su biblioteca sobre teorías de raza y manuales de propaganda, que Wewelsburg siempre fue el centro del mundo. Al principio me fascinaban, tan ordenados y limpios. Me producía un inmenso placer observarlos, jugar a no ser descubierto aun cuando cientos de hombres recorrieron el castillo de punta a punta. Siempre me quedó el refugio de mi torre norte, con sus piedras derretidas y agonizantes y la marca del rayo como la sombra de una serpiente infernal impresa en los restos de sus muros.
Fue cuando dejaron morir a los hombres, las mujeres y los niños feos cuando sentí tristeza y los odié. Las hogueras con cadáveres ardían noche y día frente a las puertas del castillo, justo donde Anne se quedó dormida, y la nieve luchaba por cuajar contra el fuego y era vencida. A mí no me hubiera importado morir, ni pasar hambre o frío, ni me hubiera parecido más que un pasatiempo el látigo, el hierro candente o los golpes. Pero aquellos niños, los pobres, no disfrutaban, no habían sido iniciados en la magia de Anne y a los hombres guapos, a los monstruos limpios y ordenados, no les importaban sus gritos y sus llantos. Rescaté a algunos, dormidos, y lo arrastré a mi torre norte, pero no fui capaz de despertarlos. Ni cantándoles, ni cubriéndolos con cucarachas, ni golpeándolos con una vara con forma de y griega que ya empezaba a usar para apoyarme. Y como no conseguía despertarlos, me daba miedo que acabaran muriéndose.
Ayer, los monstruos limpios empezaron a recoger sus cosas. Pensé en dormirme en la nieve para que me llevasen como a Anne, pero hoy he sentido el calor de los restos de la hoguera, encendida durante semanas, y he decidido que me quedaré para siempre en Wewelsburg, en el centro del viejo mundo. Que recogeré la ceniza de los hombres, las mujeres y los niños feos que ha entrado por puertas y ventanas, volando con el simpático viento helado, y que con ella escribiré mi historia en las paredes negras de mi amada torre norte.
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