Se abrazaron como lo que eran:
náufragos en medio de la tempestad. Salim les ordenó que se sentaran. Su
rostro, incendiado de ira mientras embarcaran, se había apagado con el agua que
el Mediterráneo le arrojaba ahora, con la fuerza del elemental que no teme al
simple hombre.
La embarcaciones zozobraron, abarloadas, como si quisieran imitar el abrazo de Bouchara y Hamid, y no hubo padre que no gritara, hijo que no buscara refugio en sus ojos, ni madre que no se dijera para sí Alá es grande.
Una ola se levantó sobre ellos, leviatán mudo y frío, y las barcas estrellaron sus costados esparciendo las primeras semillas de hombre en el vasto prado marino. El mar se quedó en silencio. Rachida, Salif, Fatima y Haschraf llamaron a voces a los que habían caído por la borda pero no se oyeron. Vieron, sí, sus palabras fundirse con la lluvia, y no supieron si ésta nacía o moría en el monstruoso y calmo manto de agua.
Las barcas comenzaron a ascender y a inclinarse, y subieron tanto que pareció que iban a despegar y a volar de vuelta a sus hogares. Ya no querían ir a Lampedusa ni a ningún sitio de Europa ni a la Tierra Prometida. Sólo querían regresar a sus casas y abrazar a los que allí dejaron, aunque estuvieran quemadas y arrasadas, aunque los soldados les estuvieran esperando para matarles. Al menos podrían volver a besar a sus padres y hermanos. La ola los arrojó de nuevo al fondo del abismo, como si los odiara. La barca de Hamid volcó y se estrelló boca abajo contra la superficie del Mediterráneo. Bouchara quiso lanzarse al agua, pero Salim, el patrón de la embarcación, la agarró con fuerza y la obligó a acuclillarse en el suelo inundado. Siempre los había despreciado, a todos: eran mercancía; pero nunca había estado tan cerca de la muerte. Alá sabría reconocer que, al final, había amado a sus prójimos.
Otra ola los levantó, tres, cuatro, cinco metros, y cuando estuvieron arriba, a través de la tempestad que quería amainar sin lograrlo, como el niño desea aplacar su ira sin encontrar el camino hacia la tranquilidad, Salim distinguió un gigantesco navío, una fragata de la ONU inerme e ingente a escasos mil metros de su posición.
Lo comprendió al instante. Él acababa de verlos, pero sus máquinas tenían, por fuerza, que haberlos detectado mucho antes.Fue duro de asumir incluso para él, que no había creído en la revolución ni se había enfrentado al antiguo regimen. Porque todos habían confiado en los europeos, todos, hasta el último, creyeron que aquellos hombres les ayudarían a algo más que a restablecer la actividad de las plantas productoras de crudo y las rutas comerciales. Pero entonces lo comprendió, y por eso fue duro de asumir. No moverían un dedo por ellos. Los dejarían morir a medio camino de la libertad y la democracia, mentiras de ricos asesinos, pensó, Alá es grande, pensó.
El leviatán se replegó sobre sí y engulló ambas barcas. Bouchara y Hamid. Salim, Rachida, Salif, Fatima y Haschraf. Y tantos otros que embarcaron con ellos en las costas de As-Sabbah fueron esparcidos por el fértil manto marino, semillas humanas que florecerían en las conciencias europeas trayendo consigo el espejismo de la Primavera Árabe.
La embarcaciones zozobraron, abarloadas, como si quisieran imitar el abrazo de Bouchara y Hamid, y no hubo padre que no gritara, hijo que no buscara refugio en sus ojos, ni madre que no se dijera para sí Alá es grande.
Una ola se levantó sobre ellos, leviatán mudo y frío, y las barcas estrellaron sus costados esparciendo las primeras semillas de hombre en el vasto prado marino. El mar se quedó en silencio. Rachida, Salif, Fatima y Haschraf llamaron a voces a los que habían caído por la borda pero no se oyeron. Vieron, sí, sus palabras fundirse con la lluvia, y no supieron si ésta nacía o moría en el monstruoso y calmo manto de agua.
Las barcas comenzaron a ascender y a inclinarse, y subieron tanto que pareció que iban a despegar y a volar de vuelta a sus hogares. Ya no querían ir a Lampedusa ni a ningún sitio de Europa ni a la Tierra Prometida. Sólo querían regresar a sus casas y abrazar a los que allí dejaron, aunque estuvieran quemadas y arrasadas, aunque los soldados les estuvieran esperando para matarles. Al menos podrían volver a besar a sus padres y hermanos. La ola los arrojó de nuevo al fondo del abismo, como si los odiara. La barca de Hamid volcó y se estrelló boca abajo contra la superficie del Mediterráneo. Bouchara quiso lanzarse al agua, pero Salim, el patrón de la embarcación, la agarró con fuerza y la obligó a acuclillarse en el suelo inundado. Siempre los había despreciado, a todos: eran mercancía; pero nunca había estado tan cerca de la muerte. Alá sabría reconocer que, al final, había amado a sus prójimos.
Otra ola los levantó, tres, cuatro, cinco metros, y cuando estuvieron arriba, a través de la tempestad que quería amainar sin lograrlo, como el niño desea aplacar su ira sin encontrar el camino hacia la tranquilidad, Salim distinguió un gigantesco navío, una fragata de la ONU inerme e ingente a escasos mil metros de su posición.
Lo comprendió al instante. Él acababa de verlos, pero sus máquinas tenían, por fuerza, que haberlos detectado mucho antes.Fue duro de asumir incluso para él, que no había creído en la revolución ni se había enfrentado al antiguo regimen. Porque todos habían confiado en los europeos, todos, hasta el último, creyeron que aquellos hombres les ayudarían a algo más que a restablecer la actividad de las plantas productoras de crudo y las rutas comerciales. Pero entonces lo comprendió, y por eso fue duro de asumir. No moverían un dedo por ellos. Los dejarían morir a medio camino de la libertad y la democracia, mentiras de ricos asesinos, pensó, Alá es grande, pensó.
El leviatán se replegó sobre sí y engulló ambas barcas. Bouchara y Hamid. Salim, Rachida, Salif, Fatima y Haschraf. Y tantos otros que embarcaron con ellos en las costas de As-Sabbah fueron esparcidos por el fértil manto marino, semillas humanas que florecerían en las conciencias europeas trayendo consigo el espejismo de la Primavera Árabe.
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