Lo había escuchado más de una
vez, pero no le había dado importancia. Uno más de tantos tópicos que el
adolescente oye, que el joven retiene durante segundos y minutos, y que el
adulto novel hace como que entiende sin entender realmente.
Pero él finalmente lo comprendió.
Y el tópico descendió ante sus ojos con forma de verdad universal y las
lágrimas acudieron a aplaudir su iniciación en la logia de los que tienen el
corazón partido y repartido, y que hilvanan los pedazos con la aguja de la risa
y el hilo del llanto.
Cada vez que lo abrazaba, un
alfiler romo se le clavaba, y la herida desprendía el olor dulce de la
putrefacción, supuraba el vapor ácido de la infelicidad a medias, a tercias, a
décimas.
Y lo bañaba, y cada vez que lo
hacía un grano de arena se sedimentaba en su aurícula izquierda, y proyectaba
su sombra en la derecha, y sus ventrículos acusaban la oscuridad repentina del
tono de la sangre. Salaban sus lágrimas el agua espumada con que enjugaba su
pequeño cuerpo.
Y lo vestía, y al poder hacerlo, al poder elegir su ropa,
su manos se crispaban y se le atragantaba el alma. Pensaba en el frío silente
de la impotencia, en la fortaleza de las bestias que no enferman aún durmiendo
al raso, en cuántas veces puede pensar un ser humano que va a morir antes de
hacerlo.
Y cada vez que reía, que su
belleza explotaba ante sus ojos como los fuegos artificiales del fin del
milenio, como una bandada de aves que levanta el vuelo, como el Sol que se
enciende y se apaga entre las nubes grises de corcho, cada vez que eso ocurría,
se decía a sí mismo, si muero mañana, si muere él, si muere cualquier trozo de
mi alma, he de tener presente que un día lo bañé, lo vestí, lo abracé y lo vi
reír. Y hoy mismo, hoy que tantas tribulaciones enturbian mis minutos privilegiados,
mis horas de rey, mis días de dios, que pierda el oído, el olfato y la vista,
que me arranquen las yemas de los dedos y me quemen las plantas de los pies
con brasas si por un instante no recuerdo que soy el hombre más afortunado del
universo.
Lo había escuchado más de una
vez, pero no lo había querido creer. No tener compasión, no compadecer, ser
inmune al sufrimiento ajeno era su postura por defecto, como la de tantos
otros, con las contadas excepciones imprescindibles para no considerarse un
hijo de puta.
Pero entonces, teniendo a su hijo
delante, supo que aquello era cierto. Que uno no podía ponerse en la piel del
otro mientras no comprendiera que ese alguien es hijo, es hermana, es madre, es
abuelo, y que esa comprensión se despierta cuando tu carne se desdobla, cuando
se es consciente de la vulnerabilidad de un ser indefenso al que se ama sin
control.
Pobres de todos aquellos que no
pueden abrazar a sus hijos porque la guerra, la pobreza o el terror los ha
desplazado a miles de kilómetros de ellos, porque están en presidio, porque los
perdieron.
Pobre de todos aquellos que han
de verlos morir de hambre, de frío, entre sus brazos. Que me arranquen el
corazón y pongan hielo y piedras en el hueco.
Y él pensaba todas estas cosas
mientras sonreía a su hijo, mientras le besaba y le leía cuentos; mientras le
contemplaba en su cuna, abrigado y plácidamente dormido.
Sueña, bebé. Sueña. Si cuando
despiertes, no estoy a tu lado, espero que alguien te cuente que un día toda la
vida fue nuestra.
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