martes, 29 de noviembre de 2011

Blanco y negro


El vagón desplazándose sobre los raíles hacía un ruido de cuchillas afilándose. Además, al salir de cada estación, el convoy entero emitía crujidos secos y profundos, y a Kayin aquella mezcla de sonidos le recordaba a la fragua de su padre, en Jima.
Kayin era negro como unos ojos cerrados, y sus ojos, sin embargo, concentraban el blanco como una luna encerrada en un armario. Rojos hilos se ramificaban sobre ellos y en el centro, un iris pardo sitiaba una pupila tan negra como el resto de su cuerpo.
Sentado, mirando en el sentido contario a la marcha, canturreaba en su interior una canción tradicional en la que un hijo ha de elegir entre mantener con vida a su madre o a su amada. Kayin nunca había sabido por qué: la guerra, el hambre, mercenarios...
En frente de él, una mujer blanca daba el pecho a su hijo.
Se había salvado por poco. La policía lo había perseguido hasta la misma boca del metro. Ahí, unos paquistaníes que vendían hachís, unos muchachos aún más jóvenes que él, debieron de asustarse y salieron corriendo como si estuvieran haciendo algo realmente malo, mucho peor que vender chocolate. Kayin saltó los seis escalones de la boca de Urquinaona y se transformó en un problema de los agentes que estuvieran en el metro. Los paquistaníes huidos se convirtieron en la excusa perfecta para que la pareja de mossos no tuviera que perseguirle en el suburbano.
Justo en el control de acceso se cruzó con Aneley, que venía a trabajar. Sin decir una palabra, cada uno escapó hacia un túnel distinto. El problema de Kayin se había convertido, por extensión, en suyo. Ambos eran negros, y ambos llevaban una enorme manta hecha un fardo llena de bolsos falsos de Prada, Gucci y Versace. Les hubiera gustado pararse a charlar pues, aunque vivían juntos, casi nunca se veían. Entre ambos habían pagado a Abay la licencia para un puesto y no podían trabajar a la vez.
Era tan importante hablar de lo que fuera para ellos... Ninguno en el piso de Poblenou era etíope; Abay vivía como un dios y no se dignaba a dirigirles la palabra, y ellos no entendían nada de catalán o de español. Se pasaban el día incomunicados, aislados, tratando de captar los mensajes a su alrededor en función del tono, del contexto, de algunas fonéticas recurrentes, siempre alerta. La vista abajo para mirar los bolsos, al frente, para defender el precio ante el cliente, y arriba, para controlar que los aguadores no diesen la señal de alarma.
Kayin los había visto, a los antílopes de las llanuras, comportarse de la misma manera. Buscar el pasto a ras del suelo, a las hembras entre sus semejantes y no dejar nunca de otear el horizonte por si aparecían las hienas. Le habían parecido siempre tan libres, corriendo por las praderas, bebiendo en los ríos. Ahora comprendía que la presa nunca es libre y que si corre es porque el depredador va detrás, que si bebe es porque puede, no porque tenga sed.
Nadie le cortó el paso de camino al andén. Esperó allí unos segundos hasta que el metro llegó con su orquesta de yunque y esmeril, y se abandonó en el asiento, no porque el peligro hubiera pasado, sino porque de cualquier manera no podría correr.
El bebé se soltó del pecho y tosió. No obstante intentó volver a engancharse, pero la madre se lo colocó en el hombro y le golpeó la espalda con delicadeza. Era grande; un año, por lo menos. Los brazos de la madre eran finos, pero manejaba al niño como si éste fuera una pluma. Después lo sentó mirando hacia Kayin.
Los ojos del bebé se clavaron en su rostro, y aunque su boca estaba siempre abierta a causa de sus inflados mofletes, ésta se abrió aún más acentuando la sensación de estupor que se desprendía de su gesto deshinibido.
La piel de Iván era de un rosa muy blanco; sus ojos, aguamarina, y sus labios carnosos tenían el color de la sangre nueva. Kayin desvió la mirada. Había aprendido a no mirar fijamente a nadie, ni siquiera a los niños, el día en que una mujer le obligó a bajarse del vagón por sonreírle a su hijo. El resto de viajeros habían intentado defenderle, pero el prefirió evitar la discusión. Ningún antílope espera ser salvado por las cebras.
Pasaban las paradas e Iván era incapaz de apartar su preciosa mirada de aquella tez negra, de aquellos ojos encendidos sobre el carbón del rostro. Kayin escuchaba a la madre. Hablaba a su hijo con dulzura. No estaba seguro, pero creía que había más gente observando la expresión absorta del niño.
Sin poder o sin querer evitarlo bajó la mirada y se encontró con la de Iván. Era realmente una criatura bella. La estampa, desde fuera, recordaba a una partida de ajedrez desigual: el rey negro frente al peón blanco.
La madre miró a Kayin y le dedicó un gesto de disculpa. A éste le pareció que incluso estaba avergonzada. Entonces él le sonrió a Iván, y al abrir su boca descubrió que tenía otra luna escondida, la de sus dientes albos e impolutos envolviendo la rosa sin espinas de su lengua.
Iván abrió aún más sus ojos, y la gema de sus pupilas amenazó con absorber la magia de todos los viajeros y convertirse en el objeto más codiciado para cualquier hechicero.
Para Kayin dejaron de existir todas las personas del vagón excepto Iván. Iván soñaba con alzar su mano y acariciar aquella piel nueva para él pero no se atrevió a moverse un centímetro. La voz anunció Poblenou y Kayin se levantó sin poder decidirlo, se colgó su enorme fardo al hombro y se colocó junto a la puerta.
Iván continuaba mirándole, a punto de llorar. En el último segundo, Kayin se giró y le regaló otra sonrisa cargada de blancura y pureza a la que Iván le correspondió sin demora. Después se abrieron las puertas y Kayin desapareció.
Los gritos se oyeron incluso por encima del silbato que toca al cierre. Los bolsos rodaron por el andén y algunos cayeron a la vía. Iván y su madre giraron su mirada hacia el cristal y allí, como si de una gran pantalla plana se tratase con los subtítulos impresos de SORTIDA D'EMERGÈNCIA, pudieron ver por última vez a Kayin, esposado, con su negro rostro contraído por el dolor y una rodilla de uniforme oprimiéndole a la altura de la nuca.
No quiso mirar a Iván para despedirse, Kayin, que en su lengua significa "el hijo esperado".

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