-La muerte sirve para cambiar el mundo -le dijo Edwin al
padre Ezkaurre, tumbado en el catre que le habían improvisado en el campamento.
Ezkaurre le pasó su mano arrugada por la frente sudorosa y
le tomó el pulso como el experimentado enfermero en que se había convertido, en
que la guerra y la guerrilla le habían obligado a transformarse.
-Creía que no servía para nada, padre, pero ahora lo veo
claro.
Ezkaurre era duro como el cristal. Por la fuerza era prácticamente inquebrantable, pero un ligero impacto podía hacerlo añicos. Imaginó que tenía un simple ibuprofeno, que se lo daba a Edwin y le bajaba la fiebre y las marcas del dolor que le cruzaban la
cara se difuminaban tras su sonrisa sincera y contagiosa.
-Ahora todo está claro –continuó mirando el techo de lona
de la tienda hospital. Parecía ver más allá, y por lo que siguió diciendo,
realmente lo hacía-. Por mi papá dejé el pegamento y el basuco, ¿recuerda? Por
mi mamá me salí de la mancha del barrio. Por mi hermanito, me vine acá a dar una mano. Por mi pata Dante empecé a cuidar de su hermana, y me hice causita de su primo Wilson.
Ella salió de la calle y se vino con nosotros. A Wilson no lo rescatamos, pero
aquella balacera lo encontró en paz consigo mismo. ¿Se da cuenta, padre?
Ezkaurre lo escuchaba con la vista puesta en el
impresionante tumor de su axila. Había visto a hombres como montañas suplicar
la muerte a causa del dolor que les provocaba el cáncer. Soñó que tenía morfina
para adormecer el pequeño cuerpo que languidecía sobre las mantas sucias y el
suelo húmedo, pero después pensó que no, que Edwin, como aquel emperador romano cuyo
nombre no recordaba, estaba intentando entrar en la muerte con los ojos bien
abiertos.
-No hace falta morir para cambiar el mundo, Edwin. Puedes
quedarte aquí con nosotros.
Edwin lo miró con enorme tristeza, como si acabaran de
revelarle que aquello no serviría para nada, pero después se recuperó,
emocionado, y quiso incorporarse. El dolor reprimido de minutos, quizás horas, alcanzó su
máximo y, sin poder controlarlo, lanzó un alarido que rasgó las telas jironadas
de la tienda, los tímpanos de Ezkaurre, y elevó a los pájaros en el aire
abriéndole el camino.
-¿Pero es que usted no lo sabe, padre? Su Jesús lo hizo.
Usted me lo enseñó. Sólo la muerte nos compromete. Por eso cambia el mundo. Para eso sirve.
Ezkaurre abrió los ojos tanto como pudo. El único enigma que
le quedaba por resolver del Cristianismo después de setenta años, el más importante, revelado
por un chaval de apenas doce. Miró a los ojos a Edwin en señal de agradecimiento
eterno y éste le sonrió, tomándole la mano.
-¿Ve, padre? La mía también lo cambió.
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