Miro mi nuevo pasaporte y sonrío. Lo de la foto es fuerte, pero el nombre me hace daño a la vista. John Nevado. De haberme llamado así en el colegio me habrían asediado hasta empujarme al suicidio. Exagero. Ahora seré exagerado, groseramente exagerado. No. No debo caer en errores tan pueriles. Comedido. Así es como no he sido nunca. A ver si tengo huevos.
Los policías me miran con la misma extrañeza que yo observo mi pasaporte. Seguro que alguno me conocía. Atajo rápido los derroteros imaginativos. No estoy para inventar historias. Cuando salgo de comisaría el sol pica como un escorpión. Me he entretenido demasiado. La cola a las nueve de la mañana rodeaba el edificio. No sé para qué coño dan cita. De repente me ha entrado una prisa enorme por dejar de tenerla. Tanta épica en mi absurdo propósito y aún así siento la necesidad de mirarle la presión a las ruedas, los niveles de aceite y agua. Me queda más de una hora para salir.
Mi madre me recibe, como siempre en el último mes, con las lágrimas inundándole el cerebro. Las maletas están en el recibidor, en vertical, apoyadas en la pared. Me recuerdan a un perro que una vez traje a esta casa. No querían que se quedara pero sabían que si lo echaban me iría tras él.
Mi madre me besa en la mejilla cuando me voy con una maleta en cada mano. No me reconoce porque sabe que no soy yo. Mi padre mira desde la cocina. Llora de verdad, como los hombres fuertes y buenos. Él sabe que sigo siendo yo. Huyo de la empatía como de la peste. Si pienso en ellos me muero de pena.
Necesito pasar Madrid. Cuando voy por Guadalajara me doy cuenta de que necesito pasar Barcelona. Paro en la Jonquera a estirar las piernas y a coger aire nuevo. Grito tan fuerte que me queda un dolor de garganta desagradable. Me pego dos puños en la cara. Uno y dos. Cuando me monto otra vez en el coche tengo las cejas hinchadas. Al poco tengo que quitarme las gafas de sol porque no me encajan. Pierdo la cuenta de las veces que estoy a punto de estrellar el coche a conciencia. Sin embargo, no corro demasiado. Pongo la radio y la quito. Me percato de que llevo en silencio nueve horas. Ahora comprendo lo de los gritos.
Cerca de Montpellier paro en un hotel de carretera. Parece abandonado pero es simplemente cutre. Son las cinco de la mañana y estoy tan agarrotado que cuando me tumbo en la cama, dura y minúscula, encojo las piernas y me quedo en posición fetal. Soy John Nevado y esta es mi primera noche en la carretera, en el mundo. Cuando estoy a punto de romper a llorar me quedo dormido.
Me despierto. No se dónde estoy y, por supuesto, no sé que soy John Nevado. Lo comprendo al mirarme al espejo. Me doy de bruces con mi pelo rubio teñido y mis ojos morados y vomito en el lavabo. Mi cerebro rechaza el transplante de alma pero no hay marcha atrás. He dormido vestido. Una suerte, concluyo cuando un sol viejo ilumina las sábanas. El tipo de anoche sigue en el mostrador. Me dice algo acerca del desayuno. Mi francés apesta como mi aliento por la mañana, pero cualquiera sabe cómo se dice desayuno. Siento el deseo de mandarlo a la mierda pero el hombre no tiene culpa de nada.
Piso a fondo a ver si me mato al entrar en la autopista y me hago prometer que jamás volveré a intentarlo. Si quiero morir puedo y debo hacerlo en privado.
Decido que iré a Berlín, pero primero pasaré por Chartres. Tengo el recuerdo de la foto de su catedral. Gótico francés del XIV o el XV. Me resulta raro ponerme un objetivo en lugar de limitarme a huir. Raro y estimulante. Pienso textualmente “imbécil, no te hagas ilusiones” y me derrumbo sobre el volante. Me incorporo enseguida con la intención de volver a golpearme pero comprendo que, si lo hago, me pondré a llorar. Conecto los cuatro intermitentes y bajo del coche. Un cielo gris plomizo se derrumba sobre mi escuálido aguante. Me recuesto en la puerta del piloto. Los conductores me pitan cuando pasan a ciento cuarenta por mi lado. Enciendo un cigarrillo, el primero de todo el viaje. Pensé que quizás John Nevado no fumaría pero queda descartado. Le tiro la colilla encendida a un Renault que pasa demasiado cerca y el muy idiota frena en seco. Derrapa por lo menos cien metros y se deja las cubiertas en el asfalto. Por fin me río. Subo al coche y paso a toda leche por su lado. Me da pena el pobre hombre, aunque pienso “que se joda”. Y que se joda Chartres de paso.
De repente siento unas ganas tremendas de fumar. Me enciendo un cigarro detrás de otro y el coche se llena de humo como cuando éramos chavales y hacíamos submarinos fumando porros en sitios cerrados. John Nevado piensa en ella por primera vez. Parece increíble que lleve veinticuatro horas sin oír su risa, sin que sus dientes me deslumbren. Ahora sé que esto no va a salir bien. Éramos tan jóvenes, tan seguros de nuestra felicidad. “Esto es una carrera de fondo”, me digo. “Pasarán años hasta que veas los frutos. Ahora no es más que una locura, un acto demencial. Le darías pena a cualquiera que se lo contarás. Sin embargo, dentro de unos años, si aún estás vivo, la gente te admirará por haber hecho algo así”. “Vamos”, me digo, “en el fondo lo imaginaste cien veces cuando estabas seguro de que algo así no te ocurriría nunca a ti”.
Paso un desvío a Chartres y llego a la conclusión de que a John Nevado se la suda el Gótico francés del XIV. El coche que he comprado va como la seda. Lo elegí yo, John Nevado. Me costó la mitad de mi vida anterior. La otra mitad la llevo en el bolsillo, como los camellos gitanos o los empresarios de l’Amporda, con una goma elástica sujetando el fajo por toda billetera.
Llego a París ya de noche. Me niego a buscar un habitación por la ciudad así que decido algo absurdo. Conduzco una hora más y me alojo en un hotel de Euro Disney. En la recepción lanzan miradas una y otra vez a la puerta, en busca de mi familia. Yo también miro de vez en cuando por si entran.
Me despierto empapado en sudor aunque no recuerdo la pesadilla. Quizás sea el momento de plantarle cara al pasado. Aunque me pongo los vaqueros, me dejo la camisa del pijama, y el recepcionista de noche me mira sabiendo que algo en mí no funciona, que no soy como los otros clientes. Mañana no correré tras Mickey para fotografiarme con él, ni me subiré al simulador de Star Wars, ni me atiborraré de cervezas a cinco euros mientras mis hijos hacen todo eso. Lleva años trabajando de noche y seguro que tiene esa psicología infalible de los desviados sociales, que los lleva a reconocer a otros desviados sociales. John Nevado no tiene por qué serlo, pero para ello tendría que terminar lo que empecé.
El coche me lo vendieron con un extra. Abro la guantera y saco el neceser. Lo que hay dentro pesa más que el champú.
Sonrío al recepcionista cortésmente. Él mira la bolsa de aseo que llevo en la mano y cree comprenderlo todo. Dice algo en francés y hace el gesto de lavarse los dientes. Yo niego con la cabeza, me coloco dos dedos apuntándome a la sien y disparo sin dejar de sonreír. Al desviado social se le hiela la expresión de su puta cara.
Nunca leí libro ni vi película alguna en la que el protagonista escribiera su nota de suicidio en un papel con el membrete de Euro Disney. En algún momento, no sé cuándo, pensé que esto podía funcionar. De hecho, sé que podría funcionar. O soy imbécil o soy un romántico, si es que ambas cosas se diferencian en algo. Eso lo ha dicho John Nevado, porque el de antes… era romántico por encima de todo.
Aguanta un día más, John.
Llevo dos horas en la oscuridad, mirando la pared vacía. No puedo dormir y no puedo aguantar.
“Aunque en mi pasaporte figura el nombre de John Nevado, soy en realidad Javier Trigo Nevado, español, natural de San Juan del Puerto, en Huelva. He intentado suplantarme y empezar de cero pero, si tal cosa es posible, son necesarias muchas más entrañas de las que yo tengo. Quiero ser enterrado en el cementerio de San Juan del Puerto, junto a mi mujer Celia y mi hija Alma. Le pido disculpas a mis padres y también a quien tenga que limpiar todo esto.”