miércoles, 12 de septiembre de 2012

John Nevado

Miro mi nuevo pasaporte y sonrío. Lo de la foto es fuerte, pero el nombre me hace daño a la vista. John Nevado. De haberme llamado así en el colegio me habrían asediado hasta empujarme al suicidio. Exagero. Ahora seré exagerado, groseramente exagerado. No. No debo caer en errores tan pueriles. Comedido. Así es como no he sido nunca. A ver si tengo huevos.
Los policías me miran con la misma extrañeza que yo observo mi pasaporte. Seguro que alguno me conocía. Atajo rápido los derroteros imaginativos. No estoy para inventar historias. Cuando salgo de comisaría el sol pica como un escorpión. Me he entretenido demasiado. La cola a las nueve de la mañana rodeaba el edificio. No sé para qué coño dan cita. De repente me ha entrado una prisa enorme por dejar de tenerla. Tanta épica en mi absurdo propósito y aún así siento la necesidad de mirarle la presión a las ruedas, los niveles de aceite y agua. Me queda más de una hora para salir.
Mi madre me recibe, como siempre en el último mes, con las lágrimas inundándole el cerebro. Las maletas están en el recibidor, en vertical, apoyadas en la pared. Me recuerdan a un perro que una vez traje a esta casa. No querían que se quedara pero sabían que si lo echaban me iría tras él.
Mi madre me besa en la mejilla cuando me voy con una maleta en cada mano. No me reconoce porque sabe que no soy yo. Mi padre mira desde la cocina. Llora de verdad, como los hombres fuertes y buenos. Él sabe que sigo siendo yo. Huyo de la empatía como de la peste. Si pienso en ellos me muero de pena.
Necesito pasar Madrid. Cuando voy por Guadalajara me doy cuenta de que necesito pasar Barcelona. Paro en la Jonquera a estirar las piernas y a coger aire nuevo. Grito tan fuerte que me queda un dolor de garganta desagradable. Me pego dos puños en la cara. Uno y dos. Cuando me monto otra vez en el coche tengo las cejas hinchadas. Al poco tengo que quitarme las gafas de sol porque no me encajan. Pierdo la cuenta de las veces que estoy a punto de estrellar el coche a conciencia. Sin embargo, no corro demasiado. Pongo la radio y la quito. Me percato de que llevo en silencio nueve horas. Ahora comprendo lo de los gritos.
Cerca de Montpellier paro en un hotel de carretera. Parece abandonado pero es simplemente cutre. Son las cinco de la mañana y estoy tan agarrotado que cuando me tumbo en la cama, dura y minúscula, encojo las piernas y me quedo en posición fetal. Soy John Nevado y esta es mi primera noche en la carretera, en el mundo. Cuando estoy a punto de romper a llorar me quedo dormido.
Me despierto. No se dónde estoy y, por supuesto, no sé que soy John Nevado. Lo comprendo al mirarme al espejo. Me doy de bruces con mi pelo rubio teñido y mis ojos morados y vomito en el lavabo. Mi cerebro rechaza el transplante de alma pero no hay marcha atrás. He dormido vestido. Una suerte, concluyo cuando un sol viejo ilumina las sábanas. El tipo de anoche sigue en el mostrador. Me dice algo acerca del desayuno. Mi francés apesta como mi aliento por la mañana, pero cualquiera sabe cómo se dice desayuno. Siento el deseo de mandarlo a la mierda pero el hombre no tiene culpa de nada.
Piso a fondo a ver si me mato al entrar en la autopista y me hago prometer que jamás volveré a intentarlo. Si quiero morir puedo y debo hacerlo en privado.
Decido que iré a Berlín, pero primero pasaré por Chartres. Tengo el recuerdo de la foto de su catedral. Gótico francés del XIV o el XV. Me resulta raro ponerme un objetivo en lugar de limitarme a huir. Raro y estimulante. Pienso textualmente “imbécil, no te hagas ilusiones” y me derrumbo sobre el volante. Me incorporo enseguida con la intención de volver a golpearme pero comprendo que, si lo hago, me pondré a llorar. Conecto los cuatro intermitentes y bajo del coche. Un cielo gris plomizo se derrumba sobre mi escuálido aguante. Me recuesto en la puerta del piloto. Los conductores me pitan cuando pasan a ciento cuarenta por mi lado. Enciendo un cigarrillo, el primero de todo el viaje. Pensé que quizás John Nevado no fumaría pero queda descartado. Le tiro la colilla encendida a un Renault que pasa demasiado cerca y el muy idiota frena en seco. Derrapa por lo menos cien metros y se deja las cubiertas en el asfalto. Por fin me río. Subo al coche y paso a toda leche por su lado. Me da pena el pobre hombre, aunque pienso “que se joda”. Y que se joda Chartres de paso.
De repente siento unas ganas tremendas de fumar. Me enciendo un cigarro detrás de otro y el coche se llena de humo como cuando éramos chavales y hacíamos submarinos fumando porros en sitios cerrados. John Nevado piensa en ella por primera vez. Parece increíble que lleve veinticuatro horas sin oír su risa, sin que sus dientes me deslumbren. Ahora sé que esto no va a salir bien. Éramos tan jóvenes, tan seguros de nuestra felicidad. “Esto es una carrera de fondo”, me digo. “Pasarán años hasta que veas los frutos. Ahora no es más que una locura, un acto demencial. Le darías pena a cualquiera que se lo contarás. Sin embargo, dentro de unos años, si aún estás vivo, la gente te admirará por haber hecho algo así”. “Vamos”, me digo, “en el fondo lo imaginaste cien veces cuando estabas seguro de que algo así no te ocurriría nunca a ti”.
Paso un desvío a Chartres y llego a la conclusión de que a John Nevado se la suda el Gótico francés del XIV. El coche que he comprado va como la seda. Lo elegí yo, John Nevado. Me costó la mitad de mi vida anterior. La otra mitad la llevo en el bolsillo, como los camellos gitanos o los empresarios de l’Amporda, con una goma elástica sujetando el fajo por toda billetera.
Llego a París ya de noche. Me niego a buscar un habitación por la ciudad así que decido algo absurdo. Conduzco una hora más y me alojo en un hotel de Euro Disney. En la recepción lanzan miradas una y otra vez a la puerta, en busca de mi familia. Yo también miro de vez en cuando por si entran.
Me despierto empapado en sudor aunque no recuerdo la pesadilla. Quizás sea el momento de plantarle cara al pasado. Aunque me pongo los vaqueros, me dejo la camisa del pijama, y el recepcionista de noche me mira sabiendo que algo en mí no funciona, que no soy como los otros clientes. Mañana no correré tras Mickey para fotografiarme con él, ni me subiré al simulador de Star Wars, ni me atiborraré de cervezas a cinco euros mientras mis hijos hacen todo eso. Lleva años trabajando de noche y seguro que tiene esa psicología infalible de los desviados sociales, que los lleva a reconocer a otros desviados sociales. John Nevado no tiene por qué serlo, pero para ello tendría que terminar lo que empecé.
El coche me lo vendieron con un extra. Abro la guantera y saco el neceser. Lo que hay dentro pesa más que el champú.
Sonrío al recepcionista cortésmente. Él mira la bolsa de aseo que llevo en la mano y cree comprenderlo todo. Dice algo en francés y hace el gesto de lavarse los dientes. Yo niego con la cabeza, me coloco dos dedos apuntándome a la sien y disparo sin dejar de sonreír. Al desviado social se le hiela la expresión de su puta cara.
Nunca leí libro ni vi película alguna en la que el protagonista escribiera su nota de suicidio en un papel con el membrete de Euro Disney. En algún momento, no sé cuándo, pensé que esto podía funcionar. De hecho, sé que podría funcionar. O soy imbécil o soy un romántico, si es que ambas cosas se diferencian en algo. Eso lo ha dicho John Nevado, porque el de antes… era romántico por encima de todo.
Aguanta un día más, John.
Llevo dos horas en la oscuridad, mirando la pared vacía. No puedo dormir y no puedo aguantar.
          “Aunque en mi pasaporte figura el nombre de John Nevado, soy en realidad Javier Trigo Nevado, español, natural de San Juan del Puerto, en Huelva. He intentado suplantarme y empezar de cero pero, si tal cosa es posible, son necesarias muchas más entrañas de las que yo tengo. Quiero ser enterrado en el cementerio de San Juan del Puerto, junto a mi mujer Celia y mi hija Alma. Le pido disculpas a mis padres y también a quien tenga que limpiar todo esto.”

viernes, 8 de junio de 2012

Madres


-Qué quieres.
-¡Hola, mamá! Qué alegría oírte.
-Qué quieres.
Manuela sabía que su madre no le perdonaría nunca. Ella tampoco. Dejarse pegar así, dejar que pegaran a sus hijas, a ella, palizas. Eso no se perdona. Cobarde, ignorante y mezquina. Mula de carga, carne de fosa común, de juzgado de género, de velorio desierto.
-¿Se puede saber qué quieres, niña?
-Necesito una mano.
-Cómo sabía que esto iba a pasar.
-Mamá, por favor, no te llamaría si...
-Eso ya lo sé. Tú eres muy digna. Tú no te arrastras por cualquier cosa.
-No me estoy arrastrando. Le estoy pidiendo ayuda a mi madre.
-Claro, la marquesa no se arrastra.
Su cerebro envió órdenes a todos los músculos implicados para colgar el teléfono, pero Álvaro le tiró del pantalón, y en su sistema nervioso se libró una batalla tan feroz como fugaz. Venció el miedo a ver sufrir a su hijo.
-Mamá, estoy en la calle.
-¿Y qué? ¿Te da bochorno discutir delante de la gente? Pues súbete a casa.
-No tengo casa. Nos han desahuciado.
Álvaro volvió a tirar del pantalón y Manuela dio una patada al aire para zafarse de él. Álvaro cayó al suelo de culo y empezó a llorar.
-¡Qué le pasa al niño!
Los ojos de Manuela se inundaron, y principió un llanto entrecortado, antesala de un mar de lágrimas. Tenía un segundo para levantar una presa y lo hizo. La construyó con ira, la mejor amalgama para sellar las fugas de llanto.
-Que no quiere vivir en la calle.
-¿En la calle, Manuela? ¿Pero qué ha pasado?
-¿Es que no ves la tele?
-¿Pero has tenido que llegar a este punto...?
-¿Para qué? ¿Para arrastrarme?
-El mismo orgullo que tu padre.
-Tú tampoco nos enseñaste a pedir ayuda.
-¿Y qué quieres?
-Simplemente, que mi hijo no duerma en la calle.

viernes, 18 de mayo de 2012

Radio Cristo Favela


Unos piensan que la radio le salvó la vida, otros que se la quitó. El receptor de su abuela interceptó aquella bala perdida, y él decidió: “Lo que sea en adelante, lo seré gracias a ella”. Recorría las calles de la favela haciendo preguntas incómodas, libreta en ristre, arrastrando su pierna inútil, con su camiseta de Radio Cristo Favela pintada con sus propias manos. Plantrado frente al gran narco Tiago el “Mudo”, amo y señor de la favela Cristo Rei, armado tan sólo de papel y lápiz, no pudo evitar preguntarle: ¿Algunas palabras para la radio?

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Con los ojos bien abiertos

    -La muerte sirve para cambiar el mundo -le dijo Edwin al padre Ezkaurre, tumbado en el catre que le habían improvisado en el campamento.
    Ezkaurre le pasó su mano arrugada por la frente sudorosa y le tomó el pulso como el experimentado enfermero en que se había convertido, en que la guerra y la guerrilla le habían obligado a transformarse.
     -Creía que no servía para nada, padre, pero ahora lo veo claro.
   Ezkaurre era duro como el cristal. Por la fuerza era prácticamente inquebrantable, pero un ligero impacto podía hacerlo añicos. Imaginó que tenía un simple ibuprofeno, que se lo daba a Edwin y le bajaba la fiebre y las marcas del dolor que le cruzaban la cara se difuminaban tras su sonrisa sincera y contagiosa.
    -Ahora todo está claro –continuó mirando el techo de lona de la tienda hospital. Parecía ver más allá, y por lo que siguió diciendo, realmente lo hacía-. Por mi papá dejé el pegamento y el basuco, ¿recuerda? Por mi mamá me salí de la mancha del barrio. Por mi hermanito, me vine acá a dar una mano. Por mi pata Dante empecé a cuidar de su hermana, y me hice causita de su primo Wilson. Ella salió de la calle y se vino con nosotros. A Wilson no lo rescatamos, pero aquella balacera lo encontró en paz consigo mismo. ¿Se da cuenta, padre?
    Ezkaurre lo escuchaba con la vista puesta en el impresionante tumor de su axila. Había visto a hombres como montañas suplicar la muerte a causa del dolor que les provocaba el cáncer. Soñó que tenía morfina para adormecer el pequeño cuerpo que languidecía sobre las mantas sucias y el suelo húmedo, pero después pensó que no, que Edwin, como aquel emperador romano cuyo nombre no recordaba, estaba intentando entrar en la muerte con los ojos bien abiertos.
    -No hace falta morir para cambiar el mundo, Edwin. Puedes quedarte aquí con nosotros.
  Edwin lo miró con enorme tristeza, como si acabaran de revelarle que aquello no serviría para nada, pero después se recuperó, emocionado, y quiso incorporarse. El dolor reprimido de minutos, quizás horas, alcanzó su máximo y, sin poder controlarlo, lanzó un alarido que rasgó las telas jironadas de la tienda, los tímpanos de Ezkaurre, y elevó a los pájaros en el aire abriéndole el camino.
   -¿Pero es que usted no lo sabe, padre? Su Jesús lo hizo. Usted me lo enseñó. Sólo la muerte nos compromete. Por eso cambia el mundo. Para eso sirve.
    Ezkaurre abrió los ojos tanto como pudo. El único enigma que le quedaba por resolver del Cristianismo después de setenta años, el más importante, revelado por un chaval de apenas doce. Miró a los ojos a Edwin en señal de agradecimiento eterno y éste le sonrió, tomándole la mano.
    -¿Ve, padre? La mía también lo cambió.



martes, 29 de noviembre de 2011

Blanco y negro


El vagón desplazándose sobre los raíles hacía un ruido de cuchillas afilándose. Además, al salir de cada estación, el convoy entero emitía crujidos secos y profundos, y a Kayin aquella mezcla de sonidos le recordaba a la fragua de su padre, en Jima.
Kayin era negro como unos ojos cerrados, y sus ojos, sin embargo, concentraban el blanco como una luna encerrada en un armario. Rojos hilos se ramificaban sobre ellos y en el centro, un iris pardo sitiaba una pupila tan negra como el resto de su cuerpo.
Sentado, mirando en el sentido contario a la marcha, canturreaba en su interior una canción tradicional en la que un hijo ha de elegir entre mantener con vida a su madre o a su amada. Kayin nunca había sabido por qué: la guerra, el hambre, mercenarios...
En frente de él, una mujer blanca daba el pecho a su hijo.
Se había salvado por poco. La policía lo había perseguido hasta la misma boca del metro. Ahí, unos paquistaníes que vendían hachís, unos muchachos aún más jóvenes que él, debieron de asustarse y salieron corriendo como si estuvieran haciendo algo realmente malo, mucho peor que vender chocolate. Kayin saltó los seis escalones de la boca de Urquinaona y se transformó en un problema de los agentes que estuvieran en el metro. Los paquistaníes huidos se convirtieron en la excusa perfecta para que la pareja de mossos no tuviera que perseguirle en el suburbano.
Justo en el control de acceso se cruzó con Aneley, que venía a trabajar. Sin decir una palabra, cada uno escapó hacia un túnel distinto. El problema de Kayin se había convertido, por extensión, en suyo. Ambos eran negros, y ambos llevaban una enorme manta hecha un fardo llena de bolsos falsos de Prada, Gucci y Versace. Les hubiera gustado pararse a charlar pues, aunque vivían juntos, casi nunca se veían. Entre ambos habían pagado a Abay la licencia para un puesto y no podían trabajar a la vez.
Era tan importante hablar de lo que fuera para ellos... Ninguno en el piso de Poblenou era etíope; Abay vivía como un dios y no se dignaba a dirigirles la palabra, y ellos no entendían nada de catalán o de español. Se pasaban el día incomunicados, aislados, tratando de captar los mensajes a su alrededor en función del tono, del contexto, de algunas fonéticas recurrentes, siempre alerta. La vista abajo para mirar los bolsos, al frente, para defender el precio ante el cliente, y arriba, para controlar que los aguadores no diesen la señal de alarma.
Kayin los había visto, a los antílopes de las llanuras, comportarse de la misma manera. Buscar el pasto a ras del suelo, a las hembras entre sus semejantes y no dejar nunca de otear el horizonte por si aparecían las hienas. Le habían parecido siempre tan libres, corriendo por las praderas, bebiendo en los ríos. Ahora comprendía que la presa nunca es libre y que si corre es porque el depredador va detrás, que si bebe es porque puede, no porque tenga sed.
Nadie le cortó el paso de camino al andén. Esperó allí unos segundos hasta que el metro llegó con su orquesta de yunque y esmeril, y se abandonó en el asiento, no porque el peligro hubiera pasado, sino porque de cualquier manera no podría correr.
El bebé se soltó del pecho y tosió. No obstante intentó volver a engancharse, pero la madre se lo colocó en el hombro y le golpeó la espalda con delicadeza. Era grande; un año, por lo menos. Los brazos de la madre eran finos, pero manejaba al niño como si éste fuera una pluma. Después lo sentó mirando hacia Kayin.
Los ojos del bebé se clavaron en su rostro, y aunque su boca estaba siempre abierta a causa de sus inflados mofletes, ésta se abrió aún más acentuando la sensación de estupor que se desprendía de su gesto deshinibido.
La piel de Iván era de un rosa muy blanco; sus ojos, aguamarina, y sus labios carnosos tenían el color de la sangre nueva. Kayin desvió la mirada. Había aprendido a no mirar fijamente a nadie, ni siquiera a los niños, el día en que una mujer le obligó a bajarse del vagón por sonreírle a su hijo. El resto de viajeros habían intentado defenderle, pero el prefirió evitar la discusión. Ningún antílope espera ser salvado por las cebras.
Pasaban las paradas e Iván era incapaz de apartar su preciosa mirada de aquella tez negra, de aquellos ojos encendidos sobre el carbón del rostro. Kayin escuchaba a la madre. Hablaba a su hijo con dulzura. No estaba seguro, pero creía que había más gente observando la expresión absorta del niño.
Sin poder o sin querer evitarlo bajó la mirada y se encontró con la de Iván. Era realmente una criatura bella. La estampa, desde fuera, recordaba a una partida de ajedrez desigual: el rey negro frente al peón blanco.
La madre miró a Kayin y le dedicó un gesto de disculpa. A éste le pareció que incluso estaba avergonzada. Entonces él le sonrió a Iván, y al abrir su boca descubrió que tenía otra luna escondida, la de sus dientes albos e impolutos envolviendo la rosa sin espinas de su lengua.
Iván abrió aún más sus ojos, y la gema de sus pupilas amenazó con absorber la magia de todos los viajeros y convertirse en el objeto más codiciado para cualquier hechicero.
Para Kayin dejaron de existir todas las personas del vagón excepto Iván. Iván soñaba con alzar su mano y acariciar aquella piel nueva para él pero no se atrevió a moverse un centímetro. La voz anunció Poblenou y Kayin se levantó sin poder decidirlo, se colgó su enorme fardo al hombro y se colocó junto a la puerta.
Iván continuaba mirándole, a punto de llorar. En el último segundo, Kayin se giró y le regaló otra sonrisa cargada de blancura y pureza a la que Iván le correspondió sin demora. Después se abrieron las puertas y Kayin desapareció.
Los gritos se oyeron incluso por encima del silbato que toca al cierre. Los bolsos rodaron por el andén y algunos cayeron a la vía. Iván y su madre giraron su mirada hacia el cristal y allí, como si de una gran pantalla plana se tratase con los subtítulos impresos de SORTIDA D'EMERGÈNCIA, pudieron ver por última vez a Kayin, esposado, con su negro rostro contraído por el dolor y una rodilla de uniforme oprimiéndole a la altura de la nuca.
No quiso mirar a Iván para despedirse, Kayin, que en su lengua significa "el hijo esperado".

Sueña


Lo había escuchado más de una vez, pero no le había dado importancia. Uno más de tantos tópicos que el adolescente oye, que el joven retiene durante segundos y minutos, y que el adulto novel hace como que entiende sin entender realmente.
Pero él finalmente lo comprendió. Y el tópico descendió ante sus ojos con forma de verdad universal y las lágrimas acudieron a aplaudir su iniciación en la logia de los que tienen el corazón partido y repartido, y que hilvanan los pedazos con la aguja de la risa y el hilo del llanto.
Cada vez que lo abrazaba, un alfiler romo se le clavaba, y la herida desprendía el olor dulce de la putrefacción, supuraba el vapor ácido de la infelicidad a medias, a tercias, a décimas.
Y lo bañaba, y cada vez que lo hacía un grano de arena se sedimentaba en su aurícula izquierda, y proyectaba su sombra en la derecha, y sus ventrículos acusaban la oscuridad repentina del tono de la sangre. Salaban sus lágrimas el agua espumada con que enjugaba su pequeño cuerpo.
Y lo vestía, y al poder hacerlo, al poder elegir su ropa, su manos se crispaban y se le atragantaba el alma. Pensaba en el frío silente de la impotencia, en la fortaleza de las bestias que no enferman aún durmiendo al raso, en cuántas veces puede pensar un ser humano que va a morir antes de hacerlo.
Y cada vez que reía, que su belleza explotaba ante sus ojos como los fuegos artificiales del fin del milenio, como una bandada de aves que levanta el vuelo, como el Sol que se enciende y se apaga entre las nubes grises de corcho, cada vez que eso ocurría, se decía a sí mismo, si muero mañana, si muere él, si muere cualquier trozo de mi alma, he de tener presente que un día lo bañé, lo vestí, lo abracé y lo vi reír. Y hoy mismo, hoy que tantas tribulaciones enturbian mis minutos privilegiados, mis horas de rey, mis días de dios, que pierda el oído, el olfato y la vista, que me arranquen las yemas de los dedos y me quemen las plantas de los pies con brasas si por un instante no recuerdo que soy el hombre más afortunado del universo.
Lo había escuchado más de una vez, pero no lo había querido creer. No tener compasión, no compadecer, ser inmune al sufrimiento ajeno era su postura por defecto, como la de tantos otros, con las contadas excepciones imprescindibles para no considerarse un hijo de puta.
Pero entonces, teniendo a su hijo delante, supo que aquello era cierto. Que uno no podía ponerse en la piel del otro mientras no comprendiera que ese alguien es hijo, es hermana, es madre, es abuelo, y que esa comprensión se despierta cuando tu carne se desdobla, cuando se es consciente de la vulnerabilidad de un ser indefenso al que se ama sin control.
Pobres de todos aquellos que no pueden abrazar a sus hijos porque la guerra, la pobreza o el terror los ha desplazado a miles de kilómetros de ellos, porque están en presidio, porque los perdieron.
Pobre de todos aquellos que han de verlos morir de hambre, de frío, entre sus brazos. Que me arranquen el corazón y pongan hielo y piedras en el hueco.
Y él pensaba todas estas cosas mientras sonreía a su hijo, mientras le besaba y le leía cuentos; mientras le contemplaba en su cuna, abrigado y plácidamente dormido.
Sueña, bebé. Sueña. Si cuando despiertes, no estoy a tu lado, espero que alguien te cuente que un día toda la vida fue nuestra.

jueves, 6 de octubre de 2011

Como nenúfares

    Se abrazaron como lo que eran: náufragos en medio de la tempestad. Salim les ordenó que se sentaran. Su rostro, incendiado de ira mientras embarcaran, se había apagado con el agua que el Mediterráneo le arrojaba ahora, con la fuerza del elemental que no teme al simple hombre.
    La embarcaciones zozobraron, abarloadas, como si quisieran imitar el abrazo de Bouchara y Hamid, y no hubo padre que no gritara, hijo que no buscara refugio en sus ojos, ni madre que no se dijera para sí Alá es grande.
    Una ola se levantó sobre ellos, leviatán mudo y frío, y las barcas estrellaron sus costados esparciendo las primeras semillas de hombre en el vasto prado marino. El mar se quedó en silencio. Rachida, Salif, Fatima y Haschraf llamaron a voces a los que habían caído por la borda pero no se oyeron. Vieron, sí, sus palabras fundirse con la lluvia, y no supieron si ésta nacía o moría en el monstruoso y calmo manto de agua.
    Las barcas comenzaron a ascender y a inclinarse, y subieron tanto que pareció que iban a despegar y a volar de vuelta a sus hogares. Ya no querían ir a Lampedusa ni a ningún sitio de Europa ni a la Tierra Prometida. Sólo querían regresar a sus casas y abrazar a los que allí dejaron, aunque estuvieran quemadas y arrasadas, aunque los soldados les estuvieran esperando para matarles. Al menos podrían volver a besar a sus padres y hermanos. La ola los arrojó de nuevo al fondo del abismo, como si los odiara. La barca de Hamid volcó y se estrelló boca abajo contra la superficie del Mediterráneo. Bouchara quiso lanzarse al agua, pero Salim, el patrón de la embarcación, la agarró con fuerza y la obligó a acuclillarse en el suelo inundado. Siempre los había despreciado, a todos: eran mercancía; pero nunca había estado tan cerca de la muerte. Alá sabría reconocer que, al final, había amado a sus prójimos.
    Otra ola los levantó, tres, cuatro, cinco metros, y cuando estuvieron arriba, a través de la tempestad que quería amainar sin lograrlo, como el niño desea aplacar su ira sin encontrar el camino hacia la tranquilidad, Salim distinguió un gigantesco navío, una fragata de la ONU inerme e ingente a escasos mil metros de su posición.
    Lo comprendió al instante. Él acababa de verlos, pero sus máquinas tenían, por fuerza, que haberlos detectado mucho antes.Fue duro de asumir incluso para él, que no había creído en la revolución ni se había enfrentado al antiguo regimen. Porque todos habían confiado en los europeos, todos, hasta el último, creyeron que aquellos hombres les ayudarían a algo más que a restablecer la actividad de las plantas productoras de crudo y las rutas comerciales. Pero entonces lo comprendió, y por eso fue duro de asumir. No moverían un dedo por ellos. Los dejarían morir a medio camino de la libertad y la democracia, mentiras de ricos asesinos, pensó, Alá es grande, pensó.
     El leviatán se replegó sobre sí y engulló ambas barcas. Bouchara y Hamid. Salim, Rachida, Salif, Fatima y Haschraf. Y tantos otros que embarcaron con ellos en las costas de As-Sabbah fueron esparcidos por el fértil manto marino, semillas humanas que florecerían en las conciencias europeas trayendo consigo el espejismo de la Primavera Árabe.