miércoles, 30 de noviembre de 2011

Con los ojos bien abiertos

    -La muerte sirve para cambiar el mundo -le dijo Edwin al padre Ezkaurre, tumbado en el catre que le habían improvisado en el campamento.
    Ezkaurre le pasó su mano arrugada por la frente sudorosa y le tomó el pulso como el experimentado enfermero en que se había convertido, en que la guerra y la guerrilla le habían obligado a transformarse.
     -Creía que no servía para nada, padre, pero ahora lo veo claro.
   Ezkaurre era duro como el cristal. Por la fuerza era prácticamente inquebrantable, pero un ligero impacto podía hacerlo añicos. Imaginó que tenía un simple ibuprofeno, que se lo daba a Edwin y le bajaba la fiebre y las marcas del dolor que le cruzaban la cara se difuminaban tras su sonrisa sincera y contagiosa.
    -Ahora todo está claro –continuó mirando el techo de lona de la tienda hospital. Parecía ver más allá, y por lo que siguió diciendo, realmente lo hacía-. Por mi papá dejé el pegamento y el basuco, ¿recuerda? Por mi mamá me salí de la mancha del barrio. Por mi hermanito, me vine acá a dar una mano. Por mi pata Dante empecé a cuidar de su hermana, y me hice causita de su primo Wilson. Ella salió de la calle y se vino con nosotros. A Wilson no lo rescatamos, pero aquella balacera lo encontró en paz consigo mismo. ¿Se da cuenta, padre?
    Ezkaurre lo escuchaba con la vista puesta en el impresionante tumor de su axila. Había visto a hombres como montañas suplicar la muerte a causa del dolor que les provocaba el cáncer. Soñó que tenía morfina para adormecer el pequeño cuerpo que languidecía sobre las mantas sucias y el suelo húmedo, pero después pensó que no, que Edwin, como aquel emperador romano cuyo nombre no recordaba, estaba intentando entrar en la muerte con los ojos bien abiertos.
    -No hace falta morir para cambiar el mundo, Edwin. Puedes quedarte aquí con nosotros.
  Edwin lo miró con enorme tristeza, como si acabaran de revelarle que aquello no serviría para nada, pero después se recuperó, emocionado, y quiso incorporarse. El dolor reprimido de minutos, quizás horas, alcanzó su máximo y, sin poder controlarlo, lanzó un alarido que rasgó las telas jironadas de la tienda, los tímpanos de Ezkaurre, y elevó a los pájaros en el aire abriéndole el camino.
   -¿Pero es que usted no lo sabe, padre? Su Jesús lo hizo. Usted me lo enseñó. Sólo la muerte nos compromete. Por eso cambia el mundo. Para eso sirve.
    Ezkaurre abrió los ojos tanto como pudo. El único enigma que le quedaba por resolver del Cristianismo después de setenta años, el más importante, revelado por un chaval de apenas doce. Miró a los ojos a Edwin en señal de agradecimiento eterno y éste le sonrió, tomándole la mano.
    -¿Ve, padre? La mía también lo cambió.



martes, 29 de noviembre de 2011

Blanco y negro


El vagón desplazándose sobre los raíles hacía un ruido de cuchillas afilándose. Además, al salir de cada estación, el convoy entero emitía crujidos secos y profundos, y a Kayin aquella mezcla de sonidos le recordaba a la fragua de su padre, en Jima.
Kayin era negro como unos ojos cerrados, y sus ojos, sin embargo, concentraban el blanco como una luna encerrada en un armario. Rojos hilos se ramificaban sobre ellos y en el centro, un iris pardo sitiaba una pupila tan negra como el resto de su cuerpo.
Sentado, mirando en el sentido contario a la marcha, canturreaba en su interior una canción tradicional en la que un hijo ha de elegir entre mantener con vida a su madre o a su amada. Kayin nunca había sabido por qué: la guerra, el hambre, mercenarios...
En frente de él, una mujer blanca daba el pecho a su hijo.
Se había salvado por poco. La policía lo había perseguido hasta la misma boca del metro. Ahí, unos paquistaníes que vendían hachís, unos muchachos aún más jóvenes que él, debieron de asustarse y salieron corriendo como si estuvieran haciendo algo realmente malo, mucho peor que vender chocolate. Kayin saltó los seis escalones de la boca de Urquinaona y se transformó en un problema de los agentes que estuvieran en el metro. Los paquistaníes huidos se convirtieron en la excusa perfecta para que la pareja de mossos no tuviera que perseguirle en el suburbano.
Justo en el control de acceso se cruzó con Aneley, que venía a trabajar. Sin decir una palabra, cada uno escapó hacia un túnel distinto. El problema de Kayin se había convertido, por extensión, en suyo. Ambos eran negros, y ambos llevaban una enorme manta hecha un fardo llena de bolsos falsos de Prada, Gucci y Versace. Les hubiera gustado pararse a charlar pues, aunque vivían juntos, casi nunca se veían. Entre ambos habían pagado a Abay la licencia para un puesto y no podían trabajar a la vez.
Era tan importante hablar de lo que fuera para ellos... Ninguno en el piso de Poblenou era etíope; Abay vivía como un dios y no se dignaba a dirigirles la palabra, y ellos no entendían nada de catalán o de español. Se pasaban el día incomunicados, aislados, tratando de captar los mensajes a su alrededor en función del tono, del contexto, de algunas fonéticas recurrentes, siempre alerta. La vista abajo para mirar los bolsos, al frente, para defender el precio ante el cliente, y arriba, para controlar que los aguadores no diesen la señal de alarma.
Kayin los había visto, a los antílopes de las llanuras, comportarse de la misma manera. Buscar el pasto a ras del suelo, a las hembras entre sus semejantes y no dejar nunca de otear el horizonte por si aparecían las hienas. Le habían parecido siempre tan libres, corriendo por las praderas, bebiendo en los ríos. Ahora comprendía que la presa nunca es libre y que si corre es porque el depredador va detrás, que si bebe es porque puede, no porque tenga sed.
Nadie le cortó el paso de camino al andén. Esperó allí unos segundos hasta que el metro llegó con su orquesta de yunque y esmeril, y se abandonó en el asiento, no porque el peligro hubiera pasado, sino porque de cualquier manera no podría correr.
El bebé se soltó del pecho y tosió. No obstante intentó volver a engancharse, pero la madre se lo colocó en el hombro y le golpeó la espalda con delicadeza. Era grande; un año, por lo menos. Los brazos de la madre eran finos, pero manejaba al niño como si éste fuera una pluma. Después lo sentó mirando hacia Kayin.
Los ojos del bebé se clavaron en su rostro, y aunque su boca estaba siempre abierta a causa de sus inflados mofletes, ésta se abrió aún más acentuando la sensación de estupor que se desprendía de su gesto deshinibido.
La piel de Iván era de un rosa muy blanco; sus ojos, aguamarina, y sus labios carnosos tenían el color de la sangre nueva. Kayin desvió la mirada. Había aprendido a no mirar fijamente a nadie, ni siquiera a los niños, el día en que una mujer le obligó a bajarse del vagón por sonreírle a su hijo. El resto de viajeros habían intentado defenderle, pero el prefirió evitar la discusión. Ningún antílope espera ser salvado por las cebras.
Pasaban las paradas e Iván era incapaz de apartar su preciosa mirada de aquella tez negra, de aquellos ojos encendidos sobre el carbón del rostro. Kayin escuchaba a la madre. Hablaba a su hijo con dulzura. No estaba seguro, pero creía que había más gente observando la expresión absorta del niño.
Sin poder o sin querer evitarlo bajó la mirada y se encontró con la de Iván. Era realmente una criatura bella. La estampa, desde fuera, recordaba a una partida de ajedrez desigual: el rey negro frente al peón blanco.
La madre miró a Kayin y le dedicó un gesto de disculpa. A éste le pareció que incluso estaba avergonzada. Entonces él le sonrió a Iván, y al abrir su boca descubrió que tenía otra luna escondida, la de sus dientes albos e impolutos envolviendo la rosa sin espinas de su lengua.
Iván abrió aún más sus ojos, y la gema de sus pupilas amenazó con absorber la magia de todos los viajeros y convertirse en el objeto más codiciado para cualquier hechicero.
Para Kayin dejaron de existir todas las personas del vagón excepto Iván. Iván soñaba con alzar su mano y acariciar aquella piel nueva para él pero no se atrevió a moverse un centímetro. La voz anunció Poblenou y Kayin se levantó sin poder decidirlo, se colgó su enorme fardo al hombro y se colocó junto a la puerta.
Iván continuaba mirándole, a punto de llorar. En el último segundo, Kayin se giró y le regaló otra sonrisa cargada de blancura y pureza a la que Iván le correspondió sin demora. Después se abrieron las puertas y Kayin desapareció.
Los gritos se oyeron incluso por encima del silbato que toca al cierre. Los bolsos rodaron por el andén y algunos cayeron a la vía. Iván y su madre giraron su mirada hacia el cristal y allí, como si de una gran pantalla plana se tratase con los subtítulos impresos de SORTIDA D'EMERGÈNCIA, pudieron ver por última vez a Kayin, esposado, con su negro rostro contraído por el dolor y una rodilla de uniforme oprimiéndole a la altura de la nuca.
No quiso mirar a Iván para despedirse, Kayin, que en su lengua significa "el hijo esperado".

Sueña


Lo había escuchado más de una vez, pero no le había dado importancia. Uno más de tantos tópicos que el adolescente oye, que el joven retiene durante segundos y minutos, y que el adulto novel hace como que entiende sin entender realmente.
Pero él finalmente lo comprendió. Y el tópico descendió ante sus ojos con forma de verdad universal y las lágrimas acudieron a aplaudir su iniciación en la logia de los que tienen el corazón partido y repartido, y que hilvanan los pedazos con la aguja de la risa y el hilo del llanto.
Cada vez que lo abrazaba, un alfiler romo se le clavaba, y la herida desprendía el olor dulce de la putrefacción, supuraba el vapor ácido de la infelicidad a medias, a tercias, a décimas.
Y lo bañaba, y cada vez que lo hacía un grano de arena se sedimentaba en su aurícula izquierda, y proyectaba su sombra en la derecha, y sus ventrículos acusaban la oscuridad repentina del tono de la sangre. Salaban sus lágrimas el agua espumada con que enjugaba su pequeño cuerpo.
Y lo vestía, y al poder hacerlo, al poder elegir su ropa, su manos se crispaban y se le atragantaba el alma. Pensaba en el frío silente de la impotencia, en la fortaleza de las bestias que no enferman aún durmiendo al raso, en cuántas veces puede pensar un ser humano que va a morir antes de hacerlo.
Y cada vez que reía, que su belleza explotaba ante sus ojos como los fuegos artificiales del fin del milenio, como una bandada de aves que levanta el vuelo, como el Sol que se enciende y se apaga entre las nubes grises de corcho, cada vez que eso ocurría, se decía a sí mismo, si muero mañana, si muere él, si muere cualquier trozo de mi alma, he de tener presente que un día lo bañé, lo vestí, lo abracé y lo vi reír. Y hoy mismo, hoy que tantas tribulaciones enturbian mis minutos privilegiados, mis horas de rey, mis días de dios, que pierda el oído, el olfato y la vista, que me arranquen las yemas de los dedos y me quemen las plantas de los pies con brasas si por un instante no recuerdo que soy el hombre más afortunado del universo.
Lo había escuchado más de una vez, pero no lo había querido creer. No tener compasión, no compadecer, ser inmune al sufrimiento ajeno era su postura por defecto, como la de tantos otros, con las contadas excepciones imprescindibles para no considerarse un hijo de puta.
Pero entonces, teniendo a su hijo delante, supo que aquello era cierto. Que uno no podía ponerse en la piel del otro mientras no comprendiera que ese alguien es hijo, es hermana, es madre, es abuelo, y que esa comprensión se despierta cuando tu carne se desdobla, cuando se es consciente de la vulnerabilidad de un ser indefenso al que se ama sin control.
Pobres de todos aquellos que no pueden abrazar a sus hijos porque la guerra, la pobreza o el terror los ha desplazado a miles de kilómetros de ellos, porque están en presidio, porque los perdieron.
Pobre de todos aquellos que han de verlos morir de hambre, de frío, entre sus brazos. Que me arranquen el corazón y pongan hielo y piedras en el hueco.
Y él pensaba todas estas cosas mientras sonreía a su hijo, mientras le besaba y le leía cuentos; mientras le contemplaba en su cuna, abrigado y plácidamente dormido.
Sueña, bebé. Sueña. Si cuando despiertes, no estoy a tu lado, espero que alguien te cuente que un día toda la vida fue nuestra.

jueves, 6 de octubre de 2011

Como nenúfares

    Se abrazaron como lo que eran: náufragos en medio de la tempestad. Salim les ordenó que se sentaran. Su rostro, incendiado de ira mientras embarcaran, se había apagado con el agua que el Mediterráneo le arrojaba ahora, con la fuerza del elemental que no teme al simple hombre.
    La embarcaciones zozobraron, abarloadas, como si quisieran imitar el abrazo de Bouchara y Hamid, y no hubo padre que no gritara, hijo que no buscara refugio en sus ojos, ni madre que no se dijera para sí Alá es grande.
    Una ola se levantó sobre ellos, leviatán mudo y frío, y las barcas estrellaron sus costados esparciendo las primeras semillas de hombre en el vasto prado marino. El mar se quedó en silencio. Rachida, Salif, Fatima y Haschraf llamaron a voces a los que habían caído por la borda pero no se oyeron. Vieron, sí, sus palabras fundirse con la lluvia, y no supieron si ésta nacía o moría en el monstruoso y calmo manto de agua.
    Las barcas comenzaron a ascender y a inclinarse, y subieron tanto que pareció que iban a despegar y a volar de vuelta a sus hogares. Ya no querían ir a Lampedusa ni a ningún sitio de Europa ni a la Tierra Prometida. Sólo querían regresar a sus casas y abrazar a los que allí dejaron, aunque estuvieran quemadas y arrasadas, aunque los soldados les estuvieran esperando para matarles. Al menos podrían volver a besar a sus padres y hermanos. La ola los arrojó de nuevo al fondo del abismo, como si los odiara. La barca de Hamid volcó y se estrelló boca abajo contra la superficie del Mediterráneo. Bouchara quiso lanzarse al agua, pero Salim, el patrón de la embarcación, la agarró con fuerza y la obligó a acuclillarse en el suelo inundado. Siempre los había despreciado, a todos: eran mercancía; pero nunca había estado tan cerca de la muerte. Alá sabría reconocer que, al final, había amado a sus prójimos.
    Otra ola los levantó, tres, cuatro, cinco metros, y cuando estuvieron arriba, a través de la tempestad que quería amainar sin lograrlo, como el niño desea aplacar su ira sin encontrar el camino hacia la tranquilidad, Salim distinguió un gigantesco navío, una fragata de la ONU inerme e ingente a escasos mil metros de su posición.
    Lo comprendió al instante. Él acababa de verlos, pero sus máquinas tenían, por fuerza, que haberlos detectado mucho antes.Fue duro de asumir incluso para él, que no había creído en la revolución ni se había enfrentado al antiguo regimen. Porque todos habían confiado en los europeos, todos, hasta el último, creyeron que aquellos hombres les ayudarían a algo más que a restablecer la actividad de las plantas productoras de crudo y las rutas comerciales. Pero entonces lo comprendió, y por eso fue duro de asumir. No moverían un dedo por ellos. Los dejarían morir a medio camino de la libertad y la democracia, mentiras de ricos asesinos, pensó, Alá es grande, pensó.
     El leviatán se replegó sobre sí y engulló ambas barcas. Bouchara y Hamid. Salim, Rachida, Salif, Fatima y Haschraf. Y tantos otros que embarcaron con ellos en las costas de As-Sabbah fueron esparcidos por el fértil manto marino, semillas humanas que florecerían en las conciencias europeas trayendo consigo el espejismo de la Primavera Árabe.

jueves, 29 de septiembre de 2011

El Castillo de Wewelsburg


Por suerte para mí, aún quedan estancias lo suficientemente oscuras y frías, recorridas por el simpático viento de la noche e inundadas por la amable lluvia de la mañana. Divertida, sí, la tormenta que me enferma, la nieve que congela y amorata mis pies, mi amiga. A ellos no les gusta. Son hombres guapos. No les gusta. Cuando llegaron había más agujeros en las paredes, más techos arrancados por las garras del dragón de la noche. Tendido sobre mis queridas piedras, mordisqueado por las fabulosas ratas, veía las estrellas en paz y en silencio.
Por suerte, como digo, aún hay sitios donde me siento seguro, donde ellos no cuelgan sus telas pintadas con cruces torcidas, con soles de rayos quebrados. Hablan raro. A pesar de todo, les entiendo. Cuando les espío por los largos pasillos que tan bien me conozco, que podría recorrer con los ojos cerrados, o con el ojo cerrado, más bien, desde que aquella viga cariñosa se me echara encima mientras dormía, les escucho hablar de este castillo como el Centro del Nuevo Mundo. Al principio pensé que jugaban, no sé a qué; que hacían teatro tal vez, a pesar de que nunca fui a uno, a pesar de que nunca vi a Madre actuar. Después llegaron los hombres feos, y los niños y las mujeres feas, y los instalaron en la explanada frente al castillo. Ya está aquí el público, me dije. Pero en lugar de mirar trabajaron, trabajaron hasta morir de hambre y de frío. Me dieron pena, sobre todo los niños feos. Yo también fui uno; cuando llegué aquí, ya casi no me acuerdo. Huíamos, no sé de quién. Madre nunca hablaba de ello. El padre von Kluge nos ayudó mucho. Sobre todo a Madre. La dejaba dormir en su cuarto algunas noches, porque Madre nunca soportó bien el frío. Yo aún no alcanzaba a mirar a través de la cerradura y ya pasaba las noches enteras correteando por la torre norte, mi preferida, partida por un rayo mucho antes de que llegáramos, renegrida. Sus piedras chillaban y se retorcían. Por el día leía escondido en una mazmorra, encerrado con tres vueltas de llave para estar bien protegido. Después murió Madre y el padre von Kluge se olvidó de abrir mi estudio. Fue entonces cuando conocí a Anne. Ella era otra niña fea a la que no había visto antes. Ella me enseñó lo divertido del dolor, la magia de las astillas, del fuego, de la fiebre, los colores de la piel molida. Llevaba el collar de Madre. El padre von Kluge se lo había regalado para que se portara bien. Nunca hablamos de ello pero los dos sabíamos que el espíritu de Madre seguía en ese collar y que por eso Anne se dedicó en cuerpo y alma a cuidar de mí. Una tarde que vino a compartir conmigo las sobras de la comida del padre von Kluge me preguntó por qué seguía viviendo en la celda, y yo no supe qué contestarle. Aquella noche regresé a mi querida torre norte. Poco después el padre von Kluge abandonó el Wewelsburg, y el ala sur del castillo se convirtió en un museo y en el jardín se hacían banquetes. Fue nuestra primavera. Anne y yo seguíamos viviendo del aire y de lo que robábamos en las inmensas cocinas. Pero también, con los años, aquellos hombres dejaron Wewelsburg y mientras empaquetaban todas sus cosas encontraron a Anne y se la llevaron. Fue mala suerte que se quedara dormida en la nieve. Muchas noches nos tumbábamos sobre ella, pero aquélla, al despertarla, con su mano suave y pequeña me dijo que me marchara.
Durante años todo Wewelsburg fue mío. El ala sur se derrumbaba y yo esperaba tendido, bajo la bóveda del inmenso salón, a que un pedazo de mi morada me hiciera la caricia última. No había tempestad que no me atravesara ni rincón oscuro donde no me enroscara, a pasar las fiebres pensando en Madre y en Anne.
Entonces llegaron los hombres guapos, todos iguales, como los soldados de plomo que dejé en el estante de mi habitación, en la casa donde nací y crecí, durante un tiempo, como un niño guapo. Venían a convertir Wewelsburg en algo que ya era: el Centro del Nuevo Mundo. No sabían, por más libros con que llenaban su biblioteca sobre teorías de raza y manuales de propaganda, que Wewelsburg siempre fue el centro del mundo. Al principio me fascinaban, tan ordenados y limpios. Me producía un inmenso placer observarlos, jugar a no ser descubierto aun cuando cientos de hombres recorrieron el castillo de punta a punta. Siempre me quedó el refugio de mi torre norte, con sus piedras derretidas y agonizantes y la marca del rayo como la sombra de una serpiente infernal impresa en los restos de sus muros.
Fue cuando dejaron morir a los hombres, las mujeres y los niños feos cuando sentí tristeza y los odié. Las hogueras con cadáveres ardían noche y día frente a las puertas del castillo, justo donde Anne se quedó dormida, y la nieve luchaba por cuajar contra el fuego y era vencida. A mí no me hubiera importado morir, ni pasar hambre o frío, ni me hubiera parecido más que un pasatiempo el látigo, el hierro candente o los golpes. Pero aquellos niños, los pobres, no disfrutaban, no habían sido iniciados en la magia de Anne y a los hombres guapos, a los monstruos limpios y ordenados, no les importaban sus gritos y sus llantos. Rescaté a algunos, dormidos, y lo arrastré a mi torre norte, pero no fui capaz de despertarlos. Ni cantándoles, ni cubriéndolos con cucarachas, ni golpeándolos con una vara con forma de y griega que ya empezaba a usar para apoyarme. Y como no conseguía despertarlos, me daba miedo que acabaran muriéndose.
Ayer, los monstruos limpios empezaron a recoger sus cosas. Pensé en dormirme en la nieve para que me llevasen como a Anne, pero hoy he sentido el calor de los restos de la hoguera, encendida durante semanas, y he decidido que me quedaré para siempre en Wewelsburg, en el centro del viejo mundo. Que recogeré la ceniza de los hombres, las mujeres y los niños feos que ha entrado por puertas y ventanas, volando con el simpático viento helado, y que con ella escribiré mi historia en las paredes negras de mi amada torre norte.



           

martes, 27 de septiembre de 2011

sin título

Se detuvo en el pasillo desierto, intentando contemplar con lucidez las paredes manchadas de desidia, las puertas engalanadas con el misterio de lo prohibido; el suelo, arrastrando el desgaste de los tacones rotos; las lámparas, amarillas, apagadas por dentro, dormidas en sus telas de araña tejidas en metacrilato. Se tambaleó, borracho de lujuria, aplastado por una inocencia endémica en su familia, inherente a su educación. Quiso llorar pero sonrió. Se giró sobre sus talones y golpeó con los nudillos la hoja inerme de la puerta que acababa de cerrase tras sus pasos. Abrió ella sin saber qué preguntar, qué preguntarse. Él se acercó, la atrajo hacia sí y la besó en los labios. Después se alejó triunfal. En la habitación de paredes ocres, de cortinas ocres, de colchas ocres, de sueños y amores mediocres, la puta se sintió princesa. Plantada a medio vestir en la entrada de su mazmorra, quiso sonreír pero lloró.